Marcos 1, 14-20 3 Tiempo ordinario - B
Después de que Juan fue entregado, Jesús se marchó a Galilea a proclamar el
Evangelio de Dios; decía: «Se ha cumplido el tiempo y está cerca el reino de
Dios. Convertíos y creed en el Evangelio». Pasando junto al mar de Galilea, vio
a Simón y a Andrés, el hermano de Simón, echando las redes en el mar, pues eran
pescadores. Jesús les dijo: «Venid en pos de mí y os haré pescadores de
hombres». Inmediatamente dejaron las redes y lo siguieron. Un poco más adelante
vio a Santiago, el de Zebedeo, y a su hermano Juan, que estaban en la barca
repasando las redes. A continuación los llamó, dejaron a su padre Zebedeo en la
barca con los jornaleros y se marcharon en pos de él.
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Se han escrito obras muy importantes para definir dónde está
la «esencia del cristianismo». Sin embargo, para conocer el centro de la fe
cristiana no hay que acudir a ninguna teoría teológica. Lo primero es captar
qué fue para Jesús su objetivo, el centro de su vida, la causa a la que se
dedicó en cuerpo y alma.
Nadie duda hoy de que el evangelio de Marcos lo ha resumido
acertadamente con estas palabras: «El reino de Dios está cerca. Convertíos y
creed esta Buena Noticia». El objetivo de Jesús fue introducir en el mundo lo
que él llamaba «el reino de Dios»: una sociedad estructurada de manera justa y
digna para todos, tal como la quiere Dios.
Cuando Dios reina en el mundo, la humanidad progresa en
justicia, solidaridad, compasión, fraternidad y paz. A esto se dedicó Jesús con
verdadera pasión. Por ello fue perseguido, torturado y ejecutado. «El reino de
Dios» fue lo absoluto para él.
La conclusión es evidente: la fuerza, el motor, el objetivo,
la razón y el sentido último del cristianismo es «el reino de Dios», no otra
cosa. El criterio para medir la identidad de los cristianos, la verdad de una
espiritualidad o la autenticidad de lo que hace la Iglesia es siempre «el reino
de Dios». Un reino que comienza aquí y alcanza su plenitud en la vida eterna.
La única manera de mirar la vida como la miraba Jesús, la
única forma de sentir las cosas como las sentía él, el único modo de actuar
como él actuaba, es orientar la vida a construir un mundo más humano. Sin
embargo, muchos cristianos no han oído hablar así del «reino de Dios». Y no
pocos teólogos lo hemos tenido que ir descubriendo poco a poco a lo largo de
nuestra vida.
Una de las «herejías» más graves que se ha ido introduciendo
en el cristianismo es hacer de la Iglesia lo absoluto. Pensar que la Iglesia es
lo central, la realidad ante la cual todo lo demás ha de quedar subordinado;
hacer de la Iglesia el «sustitutivo» del reino de Dios; trabajar por la Iglesia
y preocuparnos de sus problemas, olvidando el sufrimiento que hay en el mundo y
la lucha por una organización más justa de la vida.
No es fácil mantener un cristianismo orientado según el
reino de Dios, pero, cuando se trabaja en esa dirección, la fe se transforma,
se hace más creativa y, sobre todo, más evangélica y humana.